Estuve en la casa de Bélgica Castro y Alejandro Sieveking el año 2013, porque quise conversar acerca de una dramatización de cuentos de Boccaccio que habían puesto en escena en Costa Rica durante su autoexilio. Además del desastre que significó el Golpe de Estado, los golpeó en particular la muerte de su gran amigo Víctor Jara y decidieron alejarse de Chile.
Es por ello que conocí el departamento en que está ambientada la producción Gatos viejos de Pedro Peirano y Sebastián Silva. Está ubicado en el octavo piso de un edificio de la calle Santa Lucía con vista al cerro, que se aprecia desde el balcón y donde, en la película, se desarrolla un espectáculo artístico.
Fue una tarde muy agradable y de recuerdos, que incluyó una inédita confesión que citaré al cierre de estas líneas.
Volví a ver a Alejandro el lunes 30 de octubre de 2017 en un conversatorio realizado en la Universidad Central. Ya había ganado el merecido Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales 2017 y ése era en realidad un homenaje al que asistieron poquísimas personas.
Cuando se ofreció la palabra al público, no pude dejar de señalar que – ya en ese momento – él seguía viviendo en los personajes que había creado. Y recordé mi interpretación del abuelo en Fin de febrero, que dirigió Silvia Romero en 1965 con la Academia de Teatro del Ministerio de Educación (donde trabajó también Patricio Contreras) y una ejercitación en la que hice al Cristián de Mi hermano Cristián junto a Eugenio Morales. Esos personajes viven en mí porque yo fui el abuelo y fui Cristián. Además, muchos años más tarde, mi hija Angela Blanco habría de ser una de las protagonistas de La remolienda, en su colegio.
Pero no me voy a referir a la obra imperecedera de esta pareja. Ésta no es una nota necrológica ni el clásico obituario. Ambas tareas se las dejo a otros entendidos.
Me interesa mucho más rendir un homenaje con una anécdota de esa tarde inolvidable. Además de exaltar la calidad creativa del gran escritor (y también actor) chileno, me referí a la emoción que me habían provocado las actuaciones de Bélgica. Sobre todo, recordé a la Toletole de Los invasores, de Egon Wolff. Era una pobre “marginal”, que ejecutaba unos pasos de ballet, dedicándolos al China, su compañero, que interpretaba también magistralmente Tennyson Ferrada. La verdad es que me emocioné al decírselo y Alejandro se precipitó a buscar un grueso libro de Historia del Cine y hurgó entre sus páginas hasta encontrar una foto, que me mostró diciendo: “¡Siempre quiso parecerse a esta actriz!” Se trataba de Giulietta Masina y, por primera vez, me di cuenta de la afinidad entre esas dos menudas figuras (estatura, cabellos cortos, mirada, sonrisa, sinceridad, histrionismo).
Giulietta se casó con Federico Fellini el 30 de octubre de 1943. El que para mí sigue siendo el más grande director de cine italiano de todos los tiempos murió un día después de cumplir las Bodas de Oro. Su musa lo sobrevivió hasta el 23 de marzo de 1994 y yo pensé: “Aquí se aplica esa repetida frase de las novelas rosa: ¡No puedo vivir sin ti!”.
Resultó totalmente cierta y, en el caso de Bélgica y Alejandro, se puede afirmar lo mismo. Sólo que ella no fue capaz de esperar siquiera un día más: fue a celebrar su nonagésimo noveno cumpleaños junto con su compañero de seis intensas décadas.
¡Seguirán viviendo mientras los recordemos!